Llegamos al Keller Auditórium alrededor de las siete, listos para la ocasión: esmoquin, pajarita y perfume ligero. Es cierto que adoro a Donizetti pero ésa no es la razón por la que me he sumado al absurdo plan de Elliot. Además, el servicio de mensajería me ha confirmado que ha entregado el paquete con los libros en casa de Anastasia esta mañana, y estoy esperando alguna reacción por su parte. Elliot está radiante, y no para de hablar de la concesión de los astilleros en Nueva York. Brindamos a la salud de la operación con una copa de champán en el Martini Bar. Se siente triunfador, seguro de sí mismo, destilando feromonas. En pocos minutos su atención pasa de mí a un corrillo de mujeres que ríen tontamente sus gracias. Me alejo hacia un ventanal, dejando que se explaye, y miro la ciudad. En algún punto, en algún sitio a pocos kilómetros de aquí, está Anastasia.
Puntuales, las campanitas anuncian a las siete y veinticinco que debemos tomar nuestros asientos. Primera fila: Elliot sabe lo que se hace. Me hundo en el terciopelo rojo de mi butaca, esperando comprobar si realmente este montaje de Lucía de Lammermoor es tan espectacular como dice la crítica. Repasando el programa, descubro que el libreto está inspirado en una novela inglesa de finales del XIX. ¿Otra casualidad? No sólo todo gira en torno a Portland desde que apareció Anastasia en mi vida, sino que el círculo se cierra más. Apuesto a que ella conoce la obra original. Silencio mi Blackberry y compruebo los mensajes. Nada. La obertura y los jardines de Ravenswood me transportan a Escocia.
El tercer acto acaba en medio de una explosión de aplausos. Elliot aplaude ferozmente al grito de ¡Bravo! ¡Bravo! Es tan típico de él, llamar la atención, hacerse mirar.
- ¿Merecía o no la pena, hermanito?
- Gracias Elliot, realmente merecía la pena. Ha sido espectacular.
Los cantantes siguen todavía sobre el escenario, y enciendo disimuladamente mi Blackberry. Una luz roja indica que hay un mensaje.
*No quería nada especial. Sólo decirte que todo listo para el festival sostenible hijo. Gracias.*
Sólo eso, sólo un mensaje de mi padre. ¿Y Anastasia? Vamos, no puede ser. No sólo me replica, no sólo me cuestiona, sino que no me agradece el regalo? Es mucho más de lo que ella podría esperar. Tal vez debería enseñarle modales.
- ¿Vamos? –Elliot me indica el camino hacia la salida.
- Sí, claro.
- ¿Todo bien? Pareces preocupado.
- No, el trabajo, ya sabes.
- Ya claro, el gran empresario nunca descansa. Anda, ¿cenamos algo?
- ¿Te refieres a comida de verdad, o piensas dejarme tirado e ir detrás de cualquiera de tus nuevas fans? Has tenido una acogida espectacular en Oregón.
- Primero comida, y luego, ya veremos –me responde divertido. Sabe tan bien como yo que es poco probable que duerma solo esta noche.
- Conozco un japonés de primera categoría, pero no creo que pueda sentarme en un tatami con este traje. ¿Pasamos por el hotel a cambiarnos?
- ¡Japonés! Maravillosa elección. Vamos, yo también estoy deseando salir de esta pajarita.
Tras una breve parada en el Heathman para cambiarme de ropa, nos dirigimos al restaurante. Camisa blanca de lino, unos vaqueros y americana oscura. Después del rigor y la etiqueta de la ópera me siento más cómodo así. Al fin y al cabo, estamos en familia.
El japonés cumple todas mis expectativas. El teriyaki en su punto, y el onagi delicioso. Un agradable sopor me invade mientras me acomodo en el tatami, y el fragante aroma del sake invade mis sentidos. Me encuentro a gusto y relajado, y dejo que la charla insustancial de Elliot me envuelva, pero mi mente traicionera vuelve a ella una y otra vez. Anastasia, ¿qué estarás haciendo ahora?
- ¿Christian? -parpadeo. Elliot ha preguntado algo para lo que no tengo respuesta.
- Perdona, estaba distraído. ¿Qué decías?
- Vamos hermano, baja de las nubes… ¿tan aburrido me encuentras últimamente?
- No, Elliot, en absoluto. Estaba pensando en otra cosa. Continúa.
- Bueno, te estaba proponiendo que fuésemos a tomar una copa. ¡La noche es joven!
- Creo que no, pero gracias. Prefiero volver al hotel
- Pórtland está lleno de chicas guapas, y he oído que hoy celebran el fin de los exámenes. ¿Sabes cuántas universitarias hay en esta ciudad?
- Yo no, pero apuesto a que tienes una estadística completa.
- 27.329. Y la proporción de mujeres es del sesenta y siete por ciento.
- Eres incorregible -no puedo evitar una sonrisa.
- Lo que tú digas, pero muchas de ellas están ahora corriendo libres por la ciudad. Como quieras, hermanito, tú te lo pierdes. Vamos, te acompaño, ya tendré tiempo más tarde de admirar las bellezas de Portland.
Me lo dice con la boca mientras sus ojos siguen a un grupo de muchachas que salen del restaurante riendo entre ellas mientras nos miran. Ahora me alegro de haber cogido el coche para ir al restaurante. Estoy cansado y satisfecho, y le tiendo las llaves a Elliot pensando que, por primera vez en mucho tiempo, tengo ganas de meterme en la cama y dormir, darle a Anastasia esta noche de tregua antes de decidir si hago algún movimiento que le haga saber lo disgustado que estoy por no haber recibido ni media palabra de agradecimiento. Pero no voy a rendirme, no pienso quemar mis naves. Estoy en paz conmigo mismo y casi seguro de que esta vez dormiré sin sobresaltos. Sin pesadillas.
En el aparcamiento del Heathman siento vibrar mi Blackberry a través del bolsillo de mi americana. Sin dejar de andar hacia el ascensor que conduce al vestíbulo miro la pantalla. Es…
- ¿Anastasia?
Su voz pastosa me llega confusa en medio de un caos de sonidos. Música, conversaciones amortiguadas, entrechocar de vasos. Inmediatamente, una alarma se dispara en mi cerebro.
- Tienes una voz muy rara -le digo, preocupado.
Es más un pensamiento en voz alta. Ahora mismo estoy inquieto, había dado por perdida la batalla por hoy, y esta llamada es una victoria tan inesperada que por un instante no sé muy bien cómo reaccionar.
- No, tú… Tú eres el raro, no yo –se le traban las palabras.
¿Está borracha?
- ¿Has bebido, Anastasia?
- ¿Y a ti qué te importa? – Etílica, está etílica. Ahora lo sé.
- Tengo… curiosidad –tengo ganas de protegerte, de azotarte, de mantenerte segura, de castigarte por tu inconsciencia)- ¿Se puede saber dónde estás?
- Pues en un bar.
- ¿En cuál? -insisto.
Estoy fuera de mí. Anastasia. Sola. Borracha. En un bar. Siento bajar por mi garganta una bola de plomo, fría como el hielo, que se asienta pesada en mi estómago. Tengo que encontrarla, y cuanto antes mejor. Tengo que aprovechar esta oportunidad y el tiempo juega en mi contra. Pero con la tozudez y la osadía propias de los ignorantes y los borrachos Anastasia esquiva una y otra vez mis preguntas, y se niega a darme la dirección, siquiera el nombre, del antro donde se encuentra. Me cuelga el teléfono. ¡A mí!
Aturdido, miro a mi alrededor. Mis pasos me han guiado inconscientemente de vuelta hasta la puerta del coche. Desde el ascensor mi hermano me observa enarcando las cejas. Me había olvidado de él.
- ¿Dónde vas? ¿De qué iba todo esto?
- Cambio de planes, Elliot. Conduce tú, por favor, yo te daré las indicaciones. Necesito que me lleves a un bar –mecánicamente activo el rastreador de llamadas para localizar a Anastasia.- Sal del aparcamiento. Vamos…-el indicador se para- a un bar.
- ¿Un bar? ¿Tú? ¿Ahora? Vaya, vaya, Christian Grey, así que el rey del autocontrol también pierde los papeles de vez en cuando, ¿no? ¿Quién es ella?
- Es…una amiga. Creo que está en apuros. Vamos, no quiero perder el tiempo.
- ¿Pero aprovecharemos para tomar una copa, no?
- Calla y conduce. Aquí, gira a la izquierda.
Mi GPS ha tardado tan sólo unos segundos en localizar la llamada. Voy guiando a Elliot a través de la noche. Sé que no tardaremos mucho en llegar, apenas unos minutos; ya me siento más calmado, vuelvo a tomar las riendas. Estoy actuando para cambiar las cosas. Nunca me ha gustado ser un mero espectador. Sólo un pequeño detalle antes de verla: yo siempre tengo la última palabra. Marco su número en la Blackberry y me la acerco al oído mientras suena el tono de llamada.
- Hola -contesta.
- Estoy yendo a buscarte -cuelgo. Así está mejor.
Las indicaciones del navegador nos han llevado a un aparcamiento frente a un bar lleno de estudiantes borrachos y ruidosos. Bajo del coche antes de que pare del todo. El golpe de la puerta y mis propios pasos sobre el asfalto ahogan las palabras de Elliot. ¿Qué? ¿Quién? ¿Dónde? ¿Por qué? ¡Joder Elliot, cállate ya! Estoy inquieto otra vez, ahora que sé que está tan cerca me come la ansiedad; siento que debo apresurarme. Jadeante, mi hermano me alcanza en la puerta del bar.
- ¡Joder, Christian, para un poco! ¿Dónde está el fuego?
- Por lo que yo sé, ahí dentro. Elliot, por favor, ya habrá tiempo para explicaciones, pero ahora tengo algo que hacer, ¿de acuerdo? Espérame en el coche o entra, no me importa, pero cállate.
Asiente con gravedad. Hace años que aprendió a no discutir conmigo. Al abrir la puerta una vaharada de alcohol, música estridente y el sudor y las feromonas de una marea de universitarios descontrolados me golpea el rostro. El bar está atestado, no va a ser tan fácil encontrarla. Por fin, en una mesa del fondo, observo un rostro conocido: la señorita Kavanagh, la amiga de Anastasia. Me acerco a ella, que levanta la mirada hacia mí, sorprendida.
- Señor Grey –tampoco ella se alegra mucho de verme.
- Buenas noches, señorita Kavanagh. Espero que esté disfrutando de la velada. Estoy buscando a la señorita Steele.
- ¿Por qué? -pregunta desafiante.
La misma Kate insolente de siempre. Respiro hondo y aprieto los dientes, utilizando hasta el último resquicio de autocontrol para contestar de la manera más educada posible. Es una batalla que gano a duras penas.
- Porque creo que puede tener problemas, y quiero asegurarme de que está bien.
Me taladra con la mirada y se produce una pausa eterna. Las conversaciones han cesado a nuestro alrededor, todos sus compañeros están pendientes de nosotros, y el ambiente se torna hostil por momentos.
- Está fuera, ha salido a tomar el aire. Creo que José ha ido tras ella.
¡José! Me giro sobre mis talones para salir del bar, tropezando con una de las sillas, que aparto de un empujón. Por el rabillo del ojo veo que la señorita Kavanagh se ha arrepentido de sus palabras y alarga un brazo hacia mí, con intención de detenerme. En ese momento mi hermano (¡bendito Elliot!) entra en su campo de visión, armado con una seductora sonrisa, y le dice algo al oído. Ella traslada su atención inmediatamente, como si el mundo a su alrededor se hubiera parado, y salgo por fin a la calle, apartando a empellones a todo el que se cruza en mi camino.
Fuente: Fans de Grey
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